
El episodio de la fracasada detención de Ovidio Guzmán en Culiacán el 17 de octubre ha tenido y seguirá teniendo efectos diversos en la conciencia social y la vida social del país por un buen tiempo, especialmente en tanto no se logre abatir el índice delictivo en el país y se restañen las lesiones que ha dejado entre el gobierno y una parte de la sociedad, y ahora, también, con las fuerzas armadas. Involucradas éstas en el operativo abortado por la capacidad de fuego demostrada por los sicarios del cártel de Sinaloa y por sus amenazas contra la población civil, han tenido que recibir el descrédito de su mala planeación del operativo y de la decisión presidencial y del gabinete de seguridad de liberar al ya detenido hijo de El Chapo.
Se pueden argüir muchos factores como causa de la desastrosa operación, pero es evidente que hubo un muy mal diseño y una subestimación de la fuerza con que los sinaloenses iban a responder. Y ahora los militares, a través de algunos de sus voceros reconocibles, buscan cobrar las fallas del incidente a los mandos civiles. Pero van más allá. El general retirado Carlos Gaytán Ochoa, en una breve pero efusiva alocución en la que declaró patrióticamente su amor a México, y pronunciada ante altos oficiales en activo y en retiro, no se limitó a tratar temas de operativos y de mando, sino que habló de amenazas a la democracia por los errores del gobierno de López Obrador.
Aún no se enfría el debate suscitado por tales declaraciones, que algunos interpretaron como la amenaza de un golpe militar en el país, y nuevos desafíos han surgido para el equipo al mando del aparato de Estado. El asesinato brutal de tres mujeres y seis menores de edad, así como las lesiones a siete niños más en Bavispe, Sonora, muy cerca de los límites con Chihuahua, ha sido vista con horror no sólo por una opinión pública ya en gran medida insensibilizada a fuerza de matanzas cotidianas, sino sobre todo por el gobierno de los Estados Unidos, ya que las familias agredidas eran integrantes de la comunidad LeBarón, de origen estadounidense y de largo tiempo atrás asentados en tierras de Chihuahua, que mantienen doble nacionalidad, mexicana y estadounidense.
Es sabido que los miembros de ese grupo social, de religión mormona, han tenido participación desde hace años en conflictos en la región, especialmente por el acaparamiento de tierras y aguas y por la perforación de pozos ilegales, en una zona semidesértica en la que el acceso al líquido es vital para la subsistencia humana, los cultivos y el ganado. Desde 2018 tuvieron conflictos, incluso enfrentamientos, con los ejidos circundantes por esos motivos. Nada de eso justifica el ataque bestial que se cebó contra mujeres y menores de edad; pero da lugar a múltiples hipótesis y líneas de investigación hasta esclarecer cabalmente lo ocurrido. Es también una región de tránsito de sustancias enervantes hacia el mercado estadounidense, por lo que se encuentra en disputa entre grupos delincuenciales ligados a esa actividad.
Pero en esta ocasión lo que destaca es la rápida reacción del gobierno de Donald Trump, quien se apresuró a ofrecer vía twitter la participación de tropas estadounidenses para reactivar la llamada “guerra” contra los cárteles del narcotráfico hasta “borrarlos de la faz de la tierra. “¡Sólo esperamos una llamada de su nuevo gran presidente!”. En otro tuit agregó: “Si México necesita o solicita ayuda en responder a los monstruos responsables, Estados Unidos está dispuesto y listo para involucrarse y hacer la tarea rápida y efectivamente”. Y remató: “El gran nuevo presidente de México ha hecho esto un gran tema, pero los cárteles se han vuelto tan grandes y poderosos que a veces uno necesita un ejército para derrotar a un ejército”.

(Foto: Especial)
Otras reacciones fueron la del senador conservador Mitt Romney, de Utah —la cuna de la iglesia mormónica—, quien calificó los crímenes como “una gran tragedia”, y la del también senador republicano Lindsey Graham, quien arremetió contra la política de López obrador para combatir a los cárteles.
En particular los fuertes mensajes de Trump, obligaron al presidente López Obrador a hacer contacto telefónico con aquél para ofrecer sus condolencias a la comunidad y rechazar diplomáticamente la ayuda guerrera ofrecida por el presidente estadounidense. Dejó abierta, empero, la posibilidad de continuar con la colaboración técnica para combatir el flagelo del narcotráfico e incluso, a través del FBI, para esclarecer los asesinatos de Bavispe.
Todo indica, sin embargo, que el gobernante yanqui —un aliado manifiesto de los fabricantes de armas en los Estados Unidos— está interesado en volver a escalar el supuesto combate contra el trasiego de drogas. No lo está en tomar medidas consecuentes para disminuir la distribución y consumo de esas sustancias en su propio país, donde casi nunca se sabe que los comerciantes de estupefacientes sean aprehendidos y sometidos a proceso. Y mucho menos que haya políticas para disminuir el también gran negocio que representan la fabricación y venta de las armas semiautomáticas y de grueso calibre, una industria que abastece a las fuerzas armadas mexicanas y también a los cárteles de la delincuencia organizada. Ambas ramas de la producción capitalista, las de la muerte, son hoy por hoy, junto con las diversas modalidades del tráfico de personas, los mejores negocios del mundo. Los Estados Unidos son el mayor mercado de armas en el orbe, y también el mayor para las sustancias enervantes.
Por esas razones, México no puede volver a una política de “exterminio” o de confrontación armada con los grupos delincuenciales; mucho menos asumir una variante de lo que fue el Plan Colombia en los noventa, con presencia de tropas yanquis y establecimiento de bases militares en nuestro territorio. Es necesario usar, en cambio, los adelantos tecnológicos internacionales y los recursos legales del Estado mexicano para ubicar a las bandas organizadas y las fuentes de su financiamiento para ir cortándoles los recursos que las nutren en los circuitos financieros. Se requiere también, evidentemente, un sistema aduanal eficiente que frene el tráfico de armas hacia nuestro territorio.
Por otro lado, no puede desatenderse que la situación de violencia y de crecimiento del crimen organizado a la que hemos llegado no comenzó el 1 de diciembre de 2018, sino muchos años antes. La fortaleza mostrada por los cárteles en la actualidad no hubiera sido posible sin la corrupción y complicidad de varios gobiernos atrás. Miembros que fueron de esos gobiernos son varios de quienes hoy presionan a López Obrador y lo combaten abiertamente con el argumento de la inseguridad y la violencia existentes en el país.
La violencia diaria, que cobra muertes por doquier y asesina cotidianamente también a mujeres y niños sin miramiento alguno, no ha impactado tanto como los crímenes contra los mormones en Sonora. Y la fuga de El Chapo en el gobierno de Fox, el que en todo su sexenio no haya podido Calderón reaprehenderlo, su nueva fuga de El Altiplano en el gobierno de Peña y que —ahora lo sabemos— su segunda reaprehensión sólo haya ocurrido con participación directa de agentes de la DEA estadounidense, no tuvieron tampoco el efecto político y mediático de lo ocurrido en Culiacán el 17 de octubre.
Es muy difícil que veamos en el país un cuartelazo para derrocar al gobierno democráticamente constituido en 2018. Lo cierto es que, por el momento, una parte del Ejército y también el presidente Trump se han sumado a los grupos de presión que buscan sacar partido del ambiente de inseguridad y violencia, que es real y verdaderamente indignante, pero edificado sobre la inacción y corrupción del narcorégimen de varias décadas que ahora tiene que ser desmontado de abajo arriba, no sólo desde el nuevo gobierno, sino sobre todo con la acción organizada de la sociedad.
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