
Deberíamos asumir que el proyecto de gobierno que está construyendo el que será presidente de todos los Mexicanos a partir del 1 de diciembre busca representa un nuevo consenso. La mayoría de los ciudadanos que ocurrieron a las urnas el pasado 1 de julio eligieron con precisión lo que anhelaban pensando en un cambio de fondo. Obrador logró representar la profunda indignación contra todo lo podrido que se detesta y ahora, en el inter preparatorio de la asunción, está logrando representar el estilo de gobierno que esa mayoría electoral quiere que asuma el nuevo presidente para generar dicho cambio.
La comunión entre Obrador y su electorado, en ese sentido, sigue vigente y camina de manera cierta trazando los rasgos de lo que será el ejercicio de su gobierno. Un gobierno que colocará el tema de la corrupción como orientador cardinal en su horizonte pero que debe ser tratado con premura. Una premura que es esencial para que la respuesta pública sea tan adecuada que pueda motivar el refrendo político que el obradorismo necesitará para la continua relegitimación de su proyecto.
Que la parte medular de su proyecto -se anuncia-, vaya a ser realizada bajo la idea de operar una presidencia fuerte con tonalidades autoritarias, es una realidad que cuenta con la aceptación y el auspicio de su electorado. Los deslices autoritarios -como lo dicen algunos- del futuro presidente no son ocurrencias fuera de contexto, por lo contrario, son conductas que se corresponden con las circunstancias nacionales de indignación, con el desvarío de las instituciones, con la ineficacia de funcionarios y con la pobreza histórica en los resultados. Obrador también ha sabido interpretar este momento, le ha tomado el pulso a un electorado que quiere resultados inmediatos no importa que el precio sea la acción autoritaria.
Hace años que los indicadores en materia de confianza en la democracia en nuestro país venían cayendo dramáticamente. Junto al desprestigio de la clase política que muy poco hacía por impulsar el desarrollo de la democracia y colocarla como el medio más eficiente para lograr buenos gobiernos, se consolidaba en el imaginario social la creencia de que una entidad autoritaria podría tomar las riendas del país con mejores expectativas.

(Foto: Especial)
Este fenómeno, que no sólo es propio de México sino de naciones en gran parte del mundo, es constituyente de la base social que está y seguirá legitimando las tonalidades autoritarias de López Obrador. El electorado que soporta y seguirá soportando al virtual electo mira con buenos ojos esa vena autoritaria, a la que le atribuye virtudes como la contundencia y la mayor probabilidad de eficacia. Esta base social aplaude el anuncio de acciones presidencialistas, que apuntan a decretazos, pero que corresponden o bien a los otros poderes de la república o merecen el esfuerzo del diálogo con otros actores para alcanzar acuerdos.
Nuevamente el virtual electo ha sabido leer en el ánimo de sus electores. Entiende que en este momento los medios de la democracia no gozan del mejor prestigio y que el haber sido votado de la manera tan contundente como ocurrió dándole la mayoría en las cámaras y en los congresos locales tiene un significado que no debe desdeñarse, sus seguidores quieren un presidente fuerte, que actué con contundencia, con firme autoridad.
La fascinación por figuras políticas autoritarias contemporáneas, que motiva simpatías en amplios sectores sociales, es un hecho presente en el comportamiento de nuestra sociedad insatisfecha por gobiernos corrompidos y fracasados. Tal vez sólo de López Obrador dependerá si su ruta se abre paso con el impulso autoritario, escapando de una base social que lo alienta por ese camino, o reconstruye el camino de la democracia que sus antecesores distorsionaron, camino que supone el irrestricto respeto republicano a los demás poderes, el fortalecimiento del pacto federal, y el respeto y plena garantía de las libertades constitucionales, sobre todo si estas se utilizan para oponerse y criticar al propio presidente de la república.
El nuevo consenso, sin embargo, parece apuntar a que se legitime en la práctica de gobierno la fuerza personal de quien simultáneamente es movimiento-partido y será presidente, acotando al máximo los contrapesos, bajo el entendido muy cierto de que la mayoría de los votantes ha depositado absoluta confianza en él, y poca muy poquísima en todos los demás que se beneficiaron surfeando en esa ola. Es decir, que su electorado, que es mayoría, espera todo de él, y para eso le entregó el poder que a ningún presidente previo le había confiado. El mensaje es claro, es la fuerza, es la autoridad, y él lo entiende. Sólo de él dependerá si las tonalidades autoritarias quedan sepultadas en autoritarismo sin más.
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