Este 1º de marzo se cumplieron 44 años de que se involucrara a siete de los más cercanos colaboradores del entonces presidente norteamericano, Richard Nixon, en el escándalo político conocido como el Watergate y que derivaría en la dimisión del inquilino de la Casa Blanca el 9 de agosto de 1974.
En el país más poderoso del mundo, el hombre más poderoso del planeta, su presidente, no es intocable. Bastó con que se demostrara la posesión de parte del titular del Ejecutivo de diversas cintas que podían involucrarlo con el allanamiento ilegal de las oficinas del Partido Demócrata norteamericano para que Nixon, por decisión propia, dejara el encargo presidencial.

(Foto: Cuartoscuro)
Unos cuantos kilómetros al sur de Estados Unidos, en este nuestro México, las cosas son muy distintas. El actual titular del Poder Ejecutivo se ha visto manchado por diversos escándalos de corrupción e incluso su administración ha sido cuestionada por el supuesto espionaje del que han sido víctimas diversos líderes de opinión y periodistas. En ningún caso Enrique Peña Nieto ha sido llamado a declarar ni ha brindado explicaciones convincentes a la opinión pública.
El gobierno que encabeza el mexiquense, olvidando su cuestionada calidad moral, lanza ahora una cruzada exprés contra la corrupción encontrando en Ricardo Anaya un blanco rentable electoralmente. La celeridad con la que han integrado expedientes y han acortado los tiempos de investigación, al menos de cara a la opinión pública, aunque no en las instancias judiciales facultadas para hacerlo, abre sospechas nuevamente sobre el uso político de la administración de la justicia en el país.
Pero por encima de que el dedo que acusa de corrupción al opositor Anaya está manchado con el mismo mal que señala a su acusado y del cuestionable doble fondo que pudiera tener este señalamiento que se litiga más en los medios de comunicación que en los juzgados, el precandidato presidencial panista no ha dado pie con bola en su defensa balbuceante de cara a los electores, a quienes debe convencer de su probidad.
Junto a los titubeos de Anaya brilla el reciente video expuesto en los medios de comunicación en el que se le exhibe en la fiesta de la boda del empresario Manuel Barreiro, quien presuntamente sería su prestanombres y a quien el panista había dicho públicamente que no conocía.
Barreiro ha sido localizado en Canadá. Si la PGR solicita su extradición de aquel país como producto de las pesquisas que el caso ameriten, estaríamos hablando de que al menos en un par de meses –en pleno proceso electoral– el Ministerio Público tendría bajo su custodia a uno de los actores fundamentales de la acusación en contra del probablemente ya candidato en campaña, Ricardo Anaya.
La increíble del caso es que podrían conjugarse dos supuestos que pongan terreno de fangoso a la capacidad institucional del sistema de justicia mexicano: el primero de ellos es que las indagatorias de la procuraduría apunten a la responsabilidad de Anaya y el segundo es que éste gane la elección presidencial.
¿Qué ocurriría con un presidente electo que ha sido encontrado culpable de lavado de dinero?, ¿nuestra permisibilidad hacia la corrupción seguiría siendo la costumbre o podríamos transitar hacia la madurez de países como nuestro vecino del norte, donde se echa a los presidentes de sus cargos ante dudas sobre su honorabilidad?
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