El país se desdibuja entre ríos de sangre y baños de fuego que concurren por doquier, dejando tras de sí la estela de un profundo dolor que se contiene ante la imposibilidad de la catarsis social. Y es que si un sexenio amenaza con ser trágicamente violento, es el que transcurre bajo el mandato de Enrique Peña Nieto.
Del tamaño del drama dan cuenta los más de 57 mil mexicanos asesinados y los cuatro mil 500 secuestros que han ocurrido desde que el mexiquense asumió el poder, cifras que, de proyectarse tendencialmente, arrojarían un periodo de violencia más cruel que el que sufrió el país bajo el calderonismo.

(Foto: Cuartoscuro)
Pero para el colmo de la ignominia, en la historia moderna del país nunca habría cobrado tanta fuerza aquella frase según la cual un muerto es una tragedia, pero un millón de muertos es una estadística. 57 mil muertos han sido una estadística horrenda para el país, pero 43 han significado la desventura y la piedra de toque del peñanietismo.
Enfrentar la ola de crímenes y atrocidades demandaba del gobierno de la República una estrategia mucho más profunda que la del simple control de daños mediático. Mientras miles de ciudadanos se debatían en la incertidumbre de una guerra que nadie, excepto el gobierno, había declarado y que había trascendido al calderonismo; los talentos del equipo gobernante apenas servían para cocinar acuerdos palaciegos y pomposas ceremonias, así como para ayudarle al presidente a esconder la cara en el extranjero en cada momento de crisis.
La respuesta del gobierno frente a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa no es un hecho aislado de frivolidad y desatino. El “ya me cansé” del entonces procurador Murillo Karam fue acompasado del “ya supérenlo” de su jefe, Enrique Peña Nieto, frases que tienen el fondo una actitud cómplice y desdeñosa ante aquel horror que conmocionó al mundo entero, cuando no podrían develar la existencia de bloqueos y entorpecimiento por parte de las autoridades tendientes a evitar que se llegue al fondo en las investigaciones.
No se hace necesario tender un hilo de Ariadna para andar por el laberinto de las declaraciones del presidente de la República. La misma tónica sosa de la estulticia que exhibe cada que se confunde en temas como la geografía del país, es la que ha dejado evidenciada en afirmaciones insulsas como “ya sé que no aplauden”, o en aseveraciones sobre el precio del kilo de tortilla semejantes a “no soy la señora de la casa pero ha de estar entre siete u ocho pesos”. La congruencia presidencial no demanda mayores esfuerzos para descifrar su frivolidad.
A este rosario de necedades se ha sumado recientemente la afirmación de Enrique Peña Nieto de que pese al “mal humor social”, el país avanza. Esta lamentable declaración esconde la misma lógica de pretender administrar la percepción de la opinión pública en torno a los desatinos del gobierno federal, los cuales son minimizados al punto de llevarlos a la condición de un simple estado de ánimo de parte de la sociedad mexicana.
Si la violencia que vive el país no es lo suficientemente objetiva como para poder aseverar que el “mal humor” tiene sustento, entonces habría que agregar el mal desempeño de la economía que ha comenzado a impactar en los niveles de empleo y sumar a ello las escandalosas exhibiciones de corrupción ocurridas durante el presente gobierno, así como las recurrentes violaciones a los derechos humanos. Ahí, “sin cansarse mucho”, el presidente encontrará las razones difícilmente “superables” del “mal humor social”.
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