Una leyenda se construye desde la trascendencia del rumor, nace en la metafísica que transforma la sustancia de los mortales en un éter que se diluye y se confunde entre la muchedumbre, su valor y su permanencia están en función de lo indeleble de sus marcas en la semiótica, el lenguaje y la cultura del día a día.
“Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción”, hasta el más insensible ha sucumbido ante la “tentación de un beso” y muchos, en más de una ocasión, nos hemos sentido extraviados ante la pérdida de un amor que bien pudo ser una “Flor sin retoño”.

(Foto: Cuartoscuro)
Han pasado 100 años, una centuria, dos guerras mundiales, la extinción del acetato y del audiocassette, estamos en medio de la vorágine que ensalza el plástico de modas pasajeras y las envía al terreno del olvido con igual celeridad; y al menos el “pasaste a mi lado, con gran indiferencia” nos sigue identificando a los bohemios trasnochados y a los jóvenes despechados, con el carpintero sinaloense de nombre Pedro Infante Cruz.
Los que nos decimos seguidores del oriundo de Mazatlán sostenemos un debate permanente entre nuestro gusto por sus películas o por sus canciones. Unos dicen que fue mejor cantante que actor y otros sostienen la tesis inversa. A mí me gustan sus boleros “Las tres cosas”, “Pisa pétalos”, “Mía”, “Enamorada”, “El muñeco de cuerda”, “No me platiques”, “Mi último fracaso”, “Bésame mucho” y el inolvidable “Amorcito corazón”, que dan cuenta de una voz que empezó a entender el tránsito de una sociedad rural a una urbana; por ello quizá él es el pionero de la interpretación del llamado bolero ranchero.
Pero más allá de exquisiteces, Infante Cruz llegó desde lo más hondo de la provincia y de las capas más bajas de una sociedad que empezaba a construir su identidad posrevolucionaria. Sus caracterizaciones en la pantalla se confundían entre Silvano, el hijo abnegado de un padre borracho y abusivo; pasando por Pepe El Toro, carpintero devenido a boxeador exitoso y, por supuesto; Pedro González, un emigrado a la Ciudad de México que va en busca de la fortuna y que en el camino pervierte sus valores.
La inmortalidad de Pedro no se encuentra en las figuraciones de impostores que han pretendido hacerse pasar por él, su marca en la identidad popular mexicana le hace único, perdurable e inconfundible.
Los años han pasado y no hay indiferencia, nuestros ojos voltean hacia Pedro Infante en cada borrachera, en cada sollozo con el que veneramos a las ingratas frente a la botella de tequila, en cada grito carcajeado que hace que se nos reviente el pecho de orgullo, pasión, dolor o felicidad; en cada serenata en la que esperamos que salgan al balcón y sólo se asoma el desdén o el desamor aun cuando entonemos con el alma el “Cucurrucucú paloma”, en cada beso que le robamos al amor prohibido sin importarnos “Que murmuren”; ahí habita la quid etérea del fenómeno llamado Pedro Infante.
Un 18 de noviembre de 1917 nació al mundo este ídolo, pero su legado le hace renacer diariamente, paradójicamente, como el olvido y el escaparate que reclama la conciencia de una sociedad mexicana tan lastimada por múltiples lastres.
100 años y un sólo Pedro. 100 años y una memoria que le exige su presencia cotidianamente para ser el bálsamo que alivia el dolor y el tormento de quienes aspiran al ideal de vencer a la injusticia y las penurias, tal como él lo hacía en la ficción de sus historias.
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