
La historia política de nuestro país no ha sido la historia de la construcción permanentemente creciente de la democracia. Si tomamos los casi 200 años de vida independiente, la mayoría han sido años de regímenes autoritarios más allá de que en los textos constitucionales aparezca el compromiso con la democracia. Han prevalecido los valores de la cultura autoritaria y las formas políticas que ha tomado el país en sus diferentes etapas de la historia. La construcción de una república con instituciones democráticas y una cultura bien fincada en la sociedad ha sido más bien una excepción antes que una regularidad.

(Foto: TAVO)
Pareciera que los esfuerzos por lograr en México instituciones y una sociedad democrática estuvieran condenados a fracasar una y otra vez ante la inercia poderosa del autoritarismo, el nihilismo y la carencia endémica de liderazgos en este campo propositivos y ejemplares. En el campo de las instituciones, éstas no han logrado que la justicia sea un bien accesible para las mayorías, tampoco han conseguido garantizar la seguridad de la vida y el patrimonio de los ciudadanos; no han funcionado para detener y revertir la descomposición que implica la práctica de la corrupción, y tampoco han sido suficientemente fuertes como para imponerse a la frivolidad de malos políticos.
Los liderazgos se alimentan centralmente del autoritarismo antes que de los valores democráticos. Las prácticas cuasi monárquicas del presidencialismo autoritario que sigue decidiendo muy por arriba de los partidos en el poder, el caudillismo, otrora una figura del México "premoderno", sigue siendo practicado de manera generalizada en el ámbito de los partidos políticos; el pandillerismo político, una práctica cuasi cavernaria, suele ser el sustento del funcionamiento institucional de los partidos. Estas son evidencias de que nuestra democracia es más una referencia en el papel antes que una práctica efectiva.
Debiéramos revalorar el sentido de la transición democrática de finales de los 80 y principios de los 90, tal vez sea más apropiado hablar de ella como la gran transición fallida. Una transición democrática que se quedó en el relato aspiracional pero que terminó siendo sepultada por el peso de la tradición autoritaria que ha permeado al país y que sigue influyendo en nuestro destino político.
Por eso poco debiera sorprendernos la publicación de los estudios que Latinobarómetro ha realizado en días pasados y en los cuales México retrocede diez puntos en aprecio a la democracia como régimen. Sí, en estos resultados mucho tiene que ver la responsabilidad de una clase política, que abandonando los principios que supone toda democracia, ha seguido cuesta abajo una carrera de descomposición, y el descuido que en el fomento a la cultura de fortalecimiento de las instituciones han tenido nuestros gobernantes, también tiene que ver con el escasísimo desarrollo de la iniciativa ciudadana para empoderarse en los ámbitos de la construcción democrática y en el desarrollo y fortalecimiento de los valores que esta supone.
No se pierde lo que no se ha tenido. Apenas si hemos tenido el asomo de prácticas democráticas, pero dicho asomo ha estado lejos de sentar una tradición que vislumbre con certeza en el horizonte el ejercicio de una democracia efectiva que suponga una real transición democrática. Transición que debe implicar nuevos comportamientos de partidos, líderes, instituciones y ciudadanos, de tal suerte que la sociedad mexicana pueda, por vivencia diaria, expresar su estima en el régimen democrático, en comparación con cualquiera otro.
Mientras tanto, el que apenas una minoría apruebe la democracia mexicana debe considerarse como una alerta de riesgo. Quiere decir que el desprestigio de nuestras instituciones puede derivar en cuestionamientos de legitimidad sobre las representaciones que deben ser elegidas en 2018, entre ellas, y sobre todo, la representación presidencial. Que esta crisis de credibilidad no nos arrastre a la ingobernabilidad depende, y mucho, de los líderes de la clase política mexicana. Por el poder que han concentrado, de ellos depende el retorno a la ruta de la reconstrucción democrática, una ruta que siempre nos cuesta demasiado caminar por largo tiempo para que quede establecida como una tradición cultural de nuestro quehacer político.
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