
En una reciente intervención en el XII Congreso Nacional de Organismos Públicos Autónomos, el consejero presidente del Consejo General del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova Vianello, admitió que si bien ese organismo está técnicamente preparado para el proceso electoral por venir en 2018, “no basta con ello; tenemos que cobrar conciencia de que la defensa de la autonomía, pero sobre todo la reconstrucción de la confianza, es fundamental para enfrentar los desafíos que tenemos en el futuro”.

(Foto: Cuartoscuro)
En esta ocasión no se equivocó ni faltó a la verdad. Distanciándose al menos un poco del triunfalismo del que en muchas otras declaraciones ha hecho ostentación, Córdova esbozó una tibia y, desde luego, insuficiente autocrítica del desempeño del instituto a su cargo. Éste, en efecto, se ha hecho merecedor, sin que podamos negarlo o escatimarle alcances, de la desconfianza de los ciudadanos que no le reconocen autonomía frente a otras instituciones y organismos que, en los hechos, se presentan frente a él como verdaderos poderes fácticos que lo dominan y controlan su actuar. Se trata, desde luego, de los partidos políticos más poderosos, diversas instancias del gobierno federal, incluida la Presidencia de la República y hasta los tan temidos gobernadores caciquiles que siguen, pese a todo, dominando el escenario político-electoral en sus respectivas entidades.
En anteriores declaraciones Córdova se había jactado de que la conformación del Consejo General y los órganos electorales a partir de pactos partidarios era adecuada porque los actores políticos tienen que estar de acuerdo con la integración del “árbitro”, es decir, de los consejeros electorales supuestamente ciudadanos. Empero, ese principio de integración se ha traducido en la práctica en un sistema de cuotas en el que los partidos más fuertes (PRI, PAN, PRD, particularmente, aunque se ha llegado al caso de que sean sólo los dos primeramente mencionados) colocan a sus adictos con exclusión de las otras conformaciones partidarias y, sobre todo, a que los consejeros son en realidad responsables ante los partidos que los han apoyado para llegar al cargo, donde disfrutan de altísimas retribuciones y privilegios, y no frente a los ciudadanos.
En la práctica, pues, esa integración partidaria pactada ha fracasado para efectos de garantizar comicios limpios y creíbles y en cuanto a obtener la confianza de los votantes que se alejan de las urnas o quedan insatisfechos con los resultados de las elecciones. Ya en una encuesta presentada por El Financiero en marzo de 2016, el 58 por ciento de los consultados manifestaba su desconfianza en el INE. Los altos sueldos y prerrogativas de que disfruta el funcionariado del instituto no ayudan tampoco a ganar la simpatía del ciudadano común. Pero es sobre todo después de las elecciones del 4 de junio pasado en el Estado de México y Coahuila que la credibilidad del organismo electoral ha quedado hecha astillas, cuestionada por los mismos “actores” que supuestamente le dieron vida.
Y es que recordemos que la reforma político-electoral de 2013 tenía como propósito explícito centralizar la conducción de los procesos electorales locales en un organismo nacional, vulnerando incluso el federalismo, y arrancar de las manos de los gobernadores el manejo de los organismos públicos locales electorales (OPLE). En ese año, el entonces presidente del PAN, Gustavo Enrique Madero, puso como condición la transformación del entonces Instituto Federal Electoral en una nueva institución, con más atribuciones de control sobre los procesos locales, para que sus bancadas en el Congreso respaldaran el proyecto de la Reforma Energética de Enrique Peña Nieto. Acorralado en ese dilema, el priismo y el presidente aceptaron un modelo institucional como el que el PAN proponía. Liquidaron el Instituto Federal Electoral que en los años 90 había ganado un muy amplio reconocimiento social y crearon el adefesio actual, sobrecargado de funciones de control y verificación e incluso de censura sobre las expresiones públicas de los “actores políticos”. Pero no se resolvieron las dos cuestiones nodales para recuperar la confianza popular: la ciudadanización de los órganos nacionales y locales de organización y arbitraje electoral y la reducción sustancial de las prerrogativas a los partidos.
Hoy, a un mes de realizadas las elecciones en Coahuila, Nayarit, el Estado de México y Veracruz, los resultados están lejos de ser satisfactorios para las fuerzas en contienda y para los ciudadanos en general. En Coahuila y el Estado de México en particular, los procesos se han judicializado y ya no serán los organismos locales ni el INE mismo los que resolverán en definitiva la legalidad y resultados de los procesos comiciales, sino el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No se descarta que, de no ser satisfactorio el fallo para los partidos que impugnan ambos procesos, los conflictos respectivos se trasladen a instancias internacionales.
Según se denuncia, ni la legislación vigente ni la actual conformación del INE y de los OPLE pudieron impedir que un gobernador cacique como Rubén Moreira o un poderoso grupo de poder como el conocido como Atlacomulco y la Presidencia de la República impusieran sus designios. En el primer caso el escándalo llega al extremo de que hasta el ex gobernador y hermano del actual gobernante de Coahuila, Humberto Moreira, denuncia a su consanguíneo por el fraude y la manipulación del proceso electoral. En esa entidad se ha conformado un frente que aglutina a prácticamente todos los partidos y candidatos opositores al PRI, desde el PAN hasta el Morena, en demanda de la anulación de la elección. En el segundo caso, las aguerridas huestes morenistas han sido refrenadas en su movilización por su propio dirigente nacional en espera de agotar sus recursos de impugnación en las instancias formales jurisdiccionales, pero en esos recursos se acredita una gran cantidad de irregularidades que en su conjunto beneficiaron al candidato del PRI, Alfredo del Mazo Maza.
En ambos casos el INE ha sido rebasado como órgano regulador de los procesos electivos, cuyos resultados se definirán en otras instancias. Y desafortunadamente para el instituto, los “actores políticos” coinciden en su mayoría en que estos procesos de 2017 representan el antecedente de lo que nos depararán las elecciones federales (y una multiplicidad de carácter local) en 2018. Esa sentencia se convertirá en destino, en efecto, si en Coahuila y el Estado de México —donde ya el Tribunal Electoral local ha desechado los 35 recursos de impugnación presentados por el Morena y otros 35 por el PT, PRD y PRI— no se logra esclarecer el proceso y los corolarios de las elecciones. Pero mientras que en el estado fronterizo la Alianza Ciudadana por Coahuila agrupa en la resistencia al fraude al principal afectado, el PAN, Morena, PRD, los partidos minoritarios y candidatos ciudadanos, en el Estado de México el PRD y el PAN aceptan el resultado de la primera instancia o guardan un cómplice silencio para no hacer bloque común con el Morena y su candidata Delfina Gómez.
En suma, un destartalado y sobre todo desprestigiado INE será el encargado de conducir el proceso comicial federal de 2018 y, por añadidura, el de nueve entidades donde se elegirán gobernadores y otras más —entre ellas Michoacán— donde habrá renovación de congresos locales y ayuntamientos. Pero no hay tiempo ya para que ese organismo reconstruya la confianza ni recupere la autonomía. Ya no habrá nuevos comicios previos a aquéllos y el proceso federal arrancará en octubre próximo, con las mismas estructuras y la misma legislación hoy vigentes. La única oportunidad será la que las propias elecciones de 2018 ofrezcan a Córdova Vianello y la institución a su cargo organicen un proceso claro, apegado a la legalidad y creíble.
Pero eso será sumamente difícil tratándose de elecciones verdaderamente competidas. El partido oficial se encuentra en uno de sus peores momentos, desplomado, como en 2006, al tercer lugar en los pronósticos de votación, y usará todos sus recursos legales e ilegales para mantenerse en el poder. Y otras agrupaciones, el PRD y el PAN, echarán mano del pragmatismo extremo para enfrentar unificadamente al que han identificado como la mayor amenaza a sus intereses y a su actual situación de confort, Andrés Manuel López Obrador. Un escenario demasiado complejo y de difícil manejo que podría representar el último capítulo del INE bajo su forma actual.
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