
“Oh cruz bendita, oh cruz fuerte, yo te saludo y te convido para la hora de mi muerte”.
Plegaria popular.
Sinceramente mis primeros acercamientos con la cruz, como principal símbolo de la religión cristiana, me provocaban un cierto gusto de amargura. No podía concebir cómo era venerada la imagen de un Cristo maltratado y sangrante como máxima representación de amor. Al correr los años no entendí bien si llegué a acostumbrarme a esa advocación o simplemente la incorporé a la apasionante historia de la religión heredada por mis mayores y que mi abuelita paterna se encargó de irme transmitiendo, sobre todo mediante su práctica de vida (buena, honrada, generosa… y amorosa).
Por mi abuelita Guadalupe conocí la historia del emperador romano Constantino, quien derrotó al ejército “bárbaro” invocando a la cruz de Cristo aparecida en el cielo, en medio del fragor de la batalla, acompañada del mensaje: “Con este signo vencerás”. En agradecimiento a este acontecimiento, además de convertirse a la fe cristiana, el emperador pidió a su madre, la emperatriz Elena, que le ayudara a localizar la cruz en la que había sido crucificado Cristo para rendirle culto. La abnegada madre, después de una dificultosa búsqueda, logró su propósito y así llegó a convertirse en Santa Elena, a quien con frecuencia se representa portando un farol encendido.
Gracias a este encuentro, en el siglo IV de nuestra era, la misma emperatriz logró que los seguidores de la incipiente religión cristiana celebraran cada 3 de mayo (aproximadamente) el descubrimiento de la Santa Cruz. Yo perdí la cuenta de las veces en que, motivada por este bello relato, invocaba a Santa Elena de la Cruz para encontrar cuanta cosa se me extraviaba… con bastante éxito en la mayoría de las veces, por cierto.
También desde la niñez nació en mí la curiosidad por saber el significado de tantas cruces que se ven por los caminos, en los nacimientos de agua y otros parajes naturales a lo largo y ancho de territorio mexicano, incluidas, claro está, las de los panteones y las que se llevan a los lugares donde alguien ha perdido la vida.
Esas cruces que encontramos en las carreteras, en barrancos, a la orilla de ríos, lagos y presas, con nombres y fechas que dan testimonio de qué y a quién recuerdan, forman parte de un ceremonial bastante arraigado en nuestro pueblo, que parte de la idea de que el alma del que muere sorpresiva y violentamente se queda desconcertada y atrapada en este mundo, sin encontrar su camino hacia el otro plano de existencia, llamado “eternidad”… así que los deudos colocan esas cruces para ayudarles a orientarse desde el lugar del cual partieron. Por eso estas cruces llegan a ser tan importantes como las tumbas mismas ya que representan la posibilidad de que el alma del ser querido verdaderamente descanse en paz.
En ocasiones, si no lo hacen los familiares, llegan a ser los moradores del área donde ocurrió el accidente mortal quienes llevan la cruz al lugar para evitar la presencia de espíritus chocarreros alrededor de sus viviendas. Y si en un plazo determinado no se “aparece” ningún ánima, significa que ha encontrado su camino (de luz) y la cruz ha cumplido su función, por lo que es olvidada o retirada.
Varios amigos indígenas coinciden en que la cruz ha estado presente en la vida del pueblo mexicano aún antes de la llegada de la religión cristiana a estas tierras. En algunas regiones la cruz es un glifo o signo que representaba el cruce de caminos; muchos centros ceremoniales prehispánicos (entre los que podemos contar a Pátzcuaro) contaban con cuatro adoratorios o “cúes” orientados cada uno hacia un punto cardinal, como pueden observarse en los vestigios arqueológicos de diversas culturas.

(Foto: ACG)
Entre las mujeres de distintas etnias resulta familiar la forma de cruz que tienen sus huipiles extendidos y así lo describen: “Así como en nuestro cuerpo, mis piernas son el sur, mi cabeza es el norte, mi brazo derecho es el oriente, el izquierdo es el poniente y el centro es mi corazón.” Lupita, una amiga oaxaqueña hacedora de huipiles, me decía que seguramente por eso (portar una prenda con forma de cruz antes de ser cosida o unida por los costados) se había acuñado la frase “toda mujer lleva una cruz a cuestas”, cuando en realidad se trata de que al ponernos el huipil estamos conscientes de poder caminar hacia cualquier dirección siguiendo los dictados de nuestro corazón.
Un amigo antropólogo me dijo hace años que algunas cruces en lugares apartados habían sido colocadas estratégicamente para señalar el sitio donde se encontraba algún adoratorio precolombino; otras, en el cruce de caminos, señalan con precisión los puntos cardinales, y las de los manantiales (los ojos por donde lloran los cerros) nos hablan de que son lugares sagrados (porque sagrada es el agua y que merecen todo nuestro respeto y veneración).
Igual sucede con los “encantos”, cruces sin nombres ni fechas colocadas en diversas regiones de México que señalan sitios donde suelen presentarse “apariciones” desde hace siglos: seres pequeñitos que supuestamente “cuidan” centros ceremoniales (entradas de cuevas o de cráteres y pasadizos naturales) o cementerios; extraños animales que cumplen similares funciones o sobrecogedores personajes cuya misión se desconoce.
Cada año, desde las vísperas del día 3 de mayo, escucho la cohetería proveniente de varias poblaciones ribereñas y del Barrio de la Cruz Verde en Pátzcuaro, anunciando la Fiesta de la Santa Cruz. Y entonces viene a mi mente el verso popular que ese día repetían personas de distintos oficios (albañiles sobre todo) que llevan a bendecir, en ceremonia especial, cruces de diversos tamaños bellamente adornadas, para luego colocarlas en sus moradas, talleres u obras en construcción: “¡Fuera de aquí, Satanás! Poder en mí no tendrás ni en mi muerte te hallarás porque el Día de la Santa Cruz dije mil veces: ¡Jesús!”.
Ignoro si todavía se repite esta especie de conjuro pero merece todo mi reconocimiento la devoción que moviliza a tantas personas en torno a un símbolo excepcionalmente universal.
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