La maquinaria constituida por los asesores de campañas y expertos en marketing político y electoral despliegan sus mágicos poderes para empaquetarnos y vendernos al candidato que mejor les cubra sus honorarios sin importar la persona de que se trate, sus capacidades y talentos, o el nivel y estilo de liderazgo político, y nosotros, los ciudadanos, seducidos por las campañas y por el ideal que nos venden, salimos a votar en masa e incluso debatimos entre amigos y en casa en torno a sus atributos o talentos como si de verdad los conociéramos personalmente. Sin embargo, una vez concluido el proceso electoral generalmente nos llevamos decepciones ya que cuando algunos de estos actores políticos están sentados en pleno ejercicio del poder, sólo demuestran la incapacidad para cumplir lo ofertado en campaña. Ojalá nuestras decisiones al respecto fueran más científicas que viscerales en temas trascendentales como estos. ¿Pero cómo medir el liderazgo político?, ¿existe un sistema de medición de parámetros que no provengan de las casas encuestadoras, sino que se inclinen más por la conveniencia del ciudadano?

(Foto: Especial)
Ya desde los tiempos antiguos los griegos se preocupaban por construir una tipología del político virtuoso: Platón ideó que los gobernantes fueran a su vez sabios filósofos, únicos capaces de llevar adelante a un gobierno justo; decía que la polis ideal era aquella en la que cada uno se dedicara a hacer según sus aptitudes o talentos naturales y que los futuros gobernantes deberían recibir una formación adecuada y rigurosa; también decía que la ciudad podría ser considerada sabia (si los gobernantes electos saben deliberar de manera sabia), valerosa (teniendo a los mejores guardianes para la guerra y así mantener el orden la comunidad) y justa (haciendo cada quien lo que por naturaleza le toca).
Estudiar el liderazgo político es tarea sumamente difícil ya que, para empezar, no tiene un locus definido con precisión; es un concepto socialmente construido. Charles Merraim (1874-1953), uno de los iniciadores del conductismo en la ciencia política, escribió en 1926 un checklist de atributos que los líderes políticos deben cubrir: inusual sensibilidad para la dirección de tendencias sociales e industriales, percepción rápida y aguda de los posibles cursos de acción de la comunidad, con una consecuente rápida acción; facilidad para combinar grupos y compromisos, diplomacia política en ideas, políticas y distribución de cargos; facilidad para los contactos personales con una gran variedad de tipos de personas; facilidad para la expresión intensa de los sentimientos e intereses de grandes grupos de votantes, generalmente con la voz o con la pluma, combinando una fórmula lógica, un interés económico y un hábito social o predisposición en una personalidad, y finalmente, coraje no distinto al del comandante militar cuyos mejores planes requieren una pizca de suerte para su consecución exitosa. Y recomienda: “Sería importante examinar a fondo los comienzos del líder, sus orígenes ancestrales, sus padres, sus compañeros de juventud, su medio, su vida de juventud y su educación, entretenimiento, intereses e ilusiones, incluyendo la historia médica y todo dato biológico y psicoanalítico posible; (…) deberíamos indagar sus rasgos intelectuales y temperamentales usando todos los mecanismos de la psicología moderna, la psiquiatría y el sentido común”.
La ciencia política estadounidense es la más prolífica en el tema del liderazgo, considerándolo como la fortaleza de sus presidentes respecto de su influencia sobre el accionar gubernamental (Neustadt, 1993); es decir, el estilo de liderazgo con respecto a las estrategias y patrones de conducta que los presidentes usan para lograr los objetivos. Al respecto, James MacGregor Burns (1978) ha identificado tres tipos de liderazgo político: a) el laissez-faire, donde el líder prefiere no entrometerse en asuntos ajenos a su responsabilidad personal, otorga mayor responsabilidad a los subordinados y fomenta la armonía y el trabajo en equipo; b) el transaccional, que adopta un papel más activo en la formulación de políticas públicas y su interés sobre todo es mantener la unidad o la disciplina partidaria y la cohesión del gobierno, así como fortalecer el apoyo público y su credibilidad electoral, y c) el transformista, que es un inspirador o visionario motivado por convicciones fuertemente ideológicas y que tiene la determinación personal y deseo político de llevarlos a cabo.
También existe el liderazgo no democrático que puede darse en regímenes del tipo totalitario, autoritario o tradicional (Morlino, 2004), que se caracterizan por exaltar la persona de los gobernantes (llamado también populismo en América Latina). Por su parte, Harold Lasswell (1902-1978) en sus libros Psicopatología y política y Poder y personalidad diferenciaba a los de caracteres políticos “compulsivos” de los “dramatizadores”: los primeros buscan de manera rígida y obsesiva la respuesta de los demás, mientras que los segundos lo hacen mediante la seducción, provocación e indignación. Lo destacable para el propósito de este editorial es que Lasswell hacía sus mediciones y desarrollaba sus tipologías a través de entrevistas psiquiátricas a los políticos, así como los testimonios de sus colegas y personas cercanas.
Hoy en día cualquier ciudadano que desee aspirar a un puesto en una organización, empresa o incorporarse al cuerpo policiaco tiene que pasar por una serie de evaluaciones psicométricas y de conocimiento, así como entrevistas personalizadas y hasta tests anticorrupción, ello para determinar si la persona es tanto capaz para el puesto como digna de confianza. Y los avances en la psiquiatría han llegado a tal nivel, que a través de escáneres cerebrales se puede predecir al evaluar la fisiología cerebral las conductas psicópatas, depresivas o enfermizas para poder tratarlas y medicarlas a tiempo (el psiquiatra David G. Amen, de los mejores exponentes y tiene varios libros al respecto). Sin embargo, si llevar a una nación, estado o ciudad a buen puerto requiere de un perfil de altísimo nivel de capacidad, salud mental, estructura ética y moral, así como de inteligencia intelectual, política y emocional, ¿por qué no hemos formulado mecanismos para filtrar a los personajes que llevamos al poder? Quizás ello nos ahorraría el enorme y caótico trabajo de emitir leyes y más leyes tratando de regular la desconfianza, así como las severas pérdidas económicas del erario público.
Quizá es cierto que todos tenemos un cierto grado de locura, pero mi hipótesis es que existen unos umbrales que nos permiten desenvolvernos de manera saludable en sociedad, y otros para los que se requiere de urgente internamiento psiquiátrico; ello es una condición delicada para quienes llevan las riendas del poder. Imagino que quizá a la luz de esto que expongo algunos lectores ya estén repasando a personajes políticos en diferentes épocas y contextos, y que incluso cuestionen su salud mental y emocional, pero la buena noticia es que sí hay métodos con los que con toda certeza nos sacarían de dudas: el problema es encontrar la manera de aplicarlos. Y es que hay de líderes a líderes: Nerón y Hitler lo fueron de manera legítima en su tiempo; Kennedy y Gandhi también; la diferencia es que la estructura mental y emocional de los segundos sí les alcanzaba para generar el bienestar común.
La salud mental de los actores políticos no es un tema que debería estar al margen de la agenda pública; debe estar desde las fases iniciales antes de detonar cualquier proceso político que mueva o impacte a nuestra sociedad. ¿Alguna legislación al respecto?
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