
(Foto: TAVO)
Sí, hablar cerca de los confines de la Tierra podría remontarnos a las antiquísimas narraciones de marinos que ubicaban ahí abismos interminables que eran el nido de monstruos infernales. Ahí, donde la mirada se extravía en medio del agua en sus diversos estados de agregación, encontró su fascinación la curiosidad del poeta Pablo Neruda.
En esos lares también supe de otro final, del de una era de gigantes que concluía con la muerte de Fidel Castro. Eran los últimos días de mi estancia en Viña del Mar y mientras el mundo removía lo espeso de sus sentimientos con el fin de la existencia física del histórico líder de la Revolución cubana, yo paladeaba otro colofón, el de los póstumos sorbos de una botella de Mistral.
La televisión y los medios de comunicación bombardearon de inmediato el ambiente del país con las anécdotas de la visita de Castro durante los primeros días del gobierno de Salvador Allende. Salvador Rubio, el excelente y generoso anfitrión viñamarino, remembraba con su esposa aquellos días de bullicio por el encuentro de dos de los más carismáticos líderes que ha conocido América Latina: Allende y Castro.
Fidel, recordaba Salvador, había ido a Chile sólo por diez días y terminó por quedarse 23. Esto causó dificultades al gobierno de Allende, no sólo en términos políticos frente a una oposición que anatemizaba el marxismo del barbón cubano, sino también dentro del protocolo que debía movilizarse para atender al jefe de Estado de la isla.
Mi visita estaba a punto de concluir, el pisco también terminaba de diluirse en la sangre y Fidel se nos escurría por la puerta de la eternidad en la que apenas caben los grandes; pero se apilaban en mis sentidos el paso de mi andar de La Moneda al Museo de la Memoria y, sin titubear, mi mente se estacionaba en aquella estupenda conversación con Salvador Rubio y su primo Sebastián Ibarra.
Una crónica apretada del golpe militar de 1973, las vivencias personalísimas de aquel día funesto para Chile, el paso por las cárceles y campos de concentración del entonces cabo segundo de la Marina Chilena, Sebastián Ibarra, quien había hecho manifiesta su oposición al derrocamiento del gobierno de Allende, la decisión de Salvador Rubio de incorporarse a la Policía de Investigaciones, las posiciones encontradas de ambos chilenos sobre el papel de Allende en la historia, sobre Augusto Pinochet, sobre las autodefensas mexicanas; sus coincidencias sobre la definición de una dictadura y la imposibilidad de que éstas regresen a la realidad latinoamericana, acerca del amor y la vocación de servicio hacia su patria que les fue inculcada a ambos; los tangos y las cuecas, el asado y el futbol, la pasión por la historia, el socialismo progresista, la preocupación por el primo en el exilio, la canallada de pretender hacer de Salvador Allende un acobardado suicida, el abrazo a los sobrinos, las charlas sobre Bélgica, la corta noche austral… el reencuentro posible.
Esta delirante cascada de imágenes y recuerdos trasplantados en mi cabeza por la magia de la palabra, esta sensación de encontrarme en medio de un mundo que no acaba por quedarse atrás y otro que aún no termina por nacer, este filo en el que navega la memoria y que parece abalanzarla entre la mar y el apocalíptico precipicio del que hablaban los navegantes de antaño, todo ello evoca, sin embargo, al angustiante pero fascinante anhelo de la utopía que nos hace movernos hacia adelante.
De Sebastián y Salvador recuerdo un epíteto de aquella conversación: “Todas las dictaduras comienzan mal y por ello acaban mal”. Sin embargo hay otra dictadura, la de la memoria, la de los recuerdos, la que añora la poesía, la que anda por los cerros de Valparaíso en los pies de los niños, la que corre como nieve derretida en el deshielo de los Andes, la que se impone extrayendo vino de las uvas, la del país que se aferra sus fronteras en tres continentes; la tiranía que aspira a la felicidad cotidiana, aquella que los chilenos guardan como tesoro casi al fin del mundo, esa siempre tendrá un buen fin.
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