
En el afán de revertir el espíritu y la letra del artículo 27 constitucional concebido y redactado por el Constituyente de 1917 y el decreto expropiatorio del 18 de marzo de 1938 que lo hizo realidad, el gobierno de Enrique Peña Nieto empleará propagandísticamente -ya se ha filtrado- la mismísima figura del presidente nacionalizador, el General Lázaro Cárdenas. Una nota del Wall Street Journal del 6 de agosto da cuenta de que, como contexto de la iniciativa desnacionalizadora, los publicistas del peñismo aducirán que el General no se oponía e incluso facilitó la inversión extranjera en el sector petrolero, como lo muestra la Ley Reglamentaria de 1940.
Se trata, desde luego, de un uso tendencioso, parcial e interesado de la historia para arribar a fines opuestos a los buscados por los constituyentes al reivindicar para la nación los yacimientos minerales y petroleros existentes en el territorio nacional, sin importar ninguna otra condición. Se omite que fue Porfirio Díaz y no Lázaro Cárdenas quien entregó esas riquezas a los inversionistas extranjeros a través del código minero de 1884, que reconoció la plena propiedad de los yacimientos del subsuelo a quienes poseyeran los terrenos de superficie, renunciando de esa manera a los derechos que el Estado mexicano había heredado de la Corona española, desde la Independencia, como propietario directo y único de tales yacimientos. Con esa norma -ratificada en el segundo Código de Minas, de 1892- se liberó a los inversionistas tanto de la obligación de gestionar concesiones de explotación como de pagar derechos o impuestos por los productos extraídos del subsuelo.
Y fue contra esa entrega incondicional de la cuantiosa riqueza que ya para inicios del siglo XX significaba el petróleo, y que colocaba a México entre los tres primeros productores del mundo, que los diputados del Constituyente de 1917 redactaron el artículo 27 en términos que recuperaban para la nación la propiedad de los yacimientos. El decreto del 18 de marzo no hizo sino concretar lo que la Constitución establecía, después de que múltiples presiones y chantajes de las empresas petroleras y el gobierno estadounidense a los gobiernos de Carranza, Obregón y Calles lo habían impedido. No es sólo contra dicho decreto sino contra el espíritu y la letra originales del artículo 27 que se enfila la iniciativa de Peña Nieto.
Pero hay más. La expropiación (en rigor, reivindicación del recurso petrolífero) se realiza tras un prolongado conflicto entre los trabajadores de la industria petrolera, las empresas y el Estado mexicano que pasa por diversas instancias de autoridad, pero en el cual, ante todo, estaba la movilización del recién creado sindicato en el sector. El desafío de las empresas al Poder Ejecutivo y su desacato luego a un laudo de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje y a un fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación conducen al presidente Cárdenas a la dramática decisión de decretar la expropiación y dirigir un mensaje radial a la nación esa misma noche. A ese hecho le sigue la movilización de la sociedad entera en respaldo al acto presidencial. Diversos autores han destacado la participación popular en defensa del acto nacionalizador y la del sindicato en la erección de Pemex como una empresa fuerte y reconocida en el contexto internacional; pero también la inédita unidad lograda nacionalmente en torno al presidente Cárdenas y su histórica decisión.
El antecedente inmediato de la expropiación era la movilización de los trabajadores, tres años o dos antes por reivindicar su situación laboral tras la crisis de 1929-1933 que los había golpeado fuertemente (la cual dio pie también a erradicar el maximato como una forma conservadora de régimen incrustada en el proyecto de nación surgido de la Revolución), y por levantar sus sindicatos y construir su unidad de clase en torno de grandes organizaciones como la CTM original, a la que luego Miguel Alemán encontraría el modo de corromper y someter. La gran oleada de huelgas de 1935 y la formación de sindicatos nacionales de industria y de la CTM en 1936 encontraron en la expropiación de 1938 su continuación y triunfo, al encontrar en el cardenista un gobierno aliado de los trabajadores y defensor de los derechos consagrados constitucionalmente desde 1917.
No se puede olvidar tampoco que la nacionalización se dio en el contexto de un proyecto -el constitucional, ratificado en el Plan Sexenal- de verdadera modernización nacional que implicaba la reforma agraria más radical y la liquidación de los latifundios, la extensión de la educación y de la ciencia y la tecnología en escala inédita y el apoyo a la industrialización para el mercado interno, todo lo cual dio como resultado un prolongado periodo de crecimiento dinámico que se extendió hasta los años 60.
Con la desnacionalización peñista se trata, entonces, de algo más que de entregar un recurso económico estratégico a las empresas extranjeras. Se busca también coronar la victoria del capital, múltiples veces infligida en las últimas cuatro décadas, sobre los trabajadores, la memoria histórica y el imaginario colectivo de la nación generado ese 18 de marzo. Desmitificar o modernizar le llaman a tal operación de eliminar de la conciencia colectiva el recuerdo mismo de un momento -el segundo en nuestra historia, y también el último hasta ahora- en el que la clase trabajadora, acompañada por campesinos, artesanos, empleados, soldados, los empresarios nacionalistas y hasta por la Iglesia católica, que también llamó a sus feligreses a aportar para pagar la indemnización petrolera y fortalecer la expropiación, tuvo un papel decisivo en la definición del rumbo de la nación.
Tras un largo rosario de victorias del interés privado sobre el público y sobre la situación de las clases laborantes, que van de los topes salariales, la privatización y liquidación de empresas públicas, la desregulación económica -que es la guerra de todos contra todos y la victoria del más fuerte en ese terreno-, y la privatización de las pensiones, a la cancelación o abandono de derechos sociales ya ganados, el gran capital privado y sus adalides en el sector público necesitan colocar ese último clavo que es la adjudicación de un recurso rescatado con la movilización nacional y la erradicación de las formas de conciencia que recuperen la capacidad de las masas populares para incidir y aun decidir en el curso de la nación.
La sociedad política de hoy, principalmente el PRI y el PAN, enfrentarán sin duda una de esas formas de conciencia: la que comparten dos terceras partes de los mexicanos que entienden que el capital extranjero no debe entrar a nuestra industria petrolera. ¿Se expresará esa conciencia activamente o quedará sólo en formas pasivas? ¿A cuántos llevará a las calles o a otras formas de manifestación de la inconformidad? No lo sabemos. Sí, que la pasividad no será en modo alguno total, y que la resistencia a la iniciativa entreguista puede engarzar con la inconformidad que ese cúmulo de agresivas reformas que el capital privado cuenta como victorias ha generado entre la población. Pemex puede ser hoy un organismo en descomposición a causa de su abusiva explotación por el ineficiente y corrupto sistema fiscal, por sus malas administraciones y por el afán de los gobiernos priistas y panistas de comprar y corromper al sindicato petrolero en preparación de la hoy inminente iniciativa privatizadora; pero no ha de olvidarse que es una pieza plenamente integrada a la conciencia nacional y de la que llegó a ser timbre de orgullo. Al defender con su dicho o también de hecho la empresa y al conjunto de la industria petrolífera, esa mayoría inocultable de mexicanos busca preservar bastante más, aunque también, que la renta petrolera.
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