
No ha tardado el PRI reinstalado en el gobierno nacional en mostrar su proverbial y sempiterno talante presidencialista y su vocación de sumisión al titular del Poder Ejecutivo. Y es que ese partido, no nacido para luchar por el poder sino creado desde la Presidencia misma para conservar por siempre el poder conquistado mediante la acción armada, nunca ha dejado de tener una fascinación particular por la figura del presidente de la República, a la cual puede atribuirse parcialmente, y más allá de las coincidencias ideológicas, su comportamiento como oposición leal durante los doce años de gobiernos panistas.
Pero ahora, apenas recuperada esa Presidencia, se apresuran los priistas a refrendar su vinculación orgánica con quien ejerce la primera magistratura y a impulsar el fortalecimiento del Ejecutivo, aun a costa de debilitar al Legislativo y el equilibrio entre poderes. No es meramente el orgullo de ver nuevamente a uno de los suyos instalado en el Palacio Nacional, sino un verdadero esfuerzo por reconstruir el cuestionado sistema autoritario que hasta un pasado reciente tuvo como pilares a la Presidencia omnipotente y al partido de régimen.
Como se sabe, ese sistema comenzó a deteriorarse desde 1997, bajo el gobierno de Zedillo, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados, y pareció desplomarse en 2000, cuando ese partido perdió la Presidencia de la República. Tanto el Legislativo como algunos organismos autónomos -el IFE, el IFAI- comenzaron a funcionar como contrapesos al virtualmente absoluto poder presidencial y a su órgano partidario. Pero nunca murió, al menos como proyecto que ahora viene nuevamente a actualizarse con el retorno del priismo a la silla presidencial.
En los poco más de tres meses que Enrique Peña Nieto lleva en el poder es clara la ruta crítica que los priistas se han trazado para recuperar en todas sus implicaciones el poder omnímodo que casi siempre los acompañó, ya que por prosapia o genética consideran que ningún otro partido está realmente preparado para ejercerlo. Esa ruta estaba trazada desde el segundo semestre de 2010 cuando, con las encuestas de opinión ya favorables a su seguro candidato, el entonces gobernador del Estado de México, el PRI peleó denodadamente por imponer dos de los tres integrantes en relevo en el Consejo General del IFE, aun al costo de retrasar hasta catorce meses la designación de quienes ocuparían esas vacantes. Finalmente, se logró una negociación en la Cámara que le permitió al PRI llevar al IFE a uno de sus militantes destacados, Sergio García Ramírez, aceptando al mismo tiempo las respectivas propuestas del PRD y PAN, Lorenzo Córdova y María Marván. Para entonces, ya contaba el PRI con la lealtad del presidente del Consejo, Leonardo Valdés, y tenía asegurada una mayoría en el máximo órgano de decisión del instituto, que se expresó con claridad en la reciente exoneración -con el voto del propio Ramírez, que en un principio se había excusado de manifestarse, por su cercana amistad con algunos de los involucrados en el escándalo- por el oscuro financiamiento y triangulación de fondos a través del Banco Monex y media docena de fantasmales empresas durante la campaña presidencial de 2012.
El IFE ha renovado su presidencia recientemente en la persona del abogado Gerardo Laveaga Rendón, quien, si bien fue propuesto como consejero por el entonces presidente Felipe Calderón, tiene antecedentes de haber servido como funcionario en gobiernos priistas y llega cuestionado pero con el voto favorable de dos de las consejeras y el suyo mismo. Está por verse si se continúa ahí con la línea de autonomía que caracterizó la recién concluida presidencia de Jacqueline Peschard o si habrá un intento por recuperar el control sobre el instituto.
Pero el hecho más relevante es la reforma realizada por el PRI el pasado fin de semana a sus documentos básicos, entre ellos sus estatutos, y que relevantemente ha modificado los artículos 70 y 78 acerca de la integración y funciones del Consejo Político Nacional y de su Comisión Política Permanente, a la cual se incorporan los gobernadores y el mismísimo presidente de la República, que la presidirá. Entusiastas y a mano alzada, los integrantes de la XXI Asamblea Nacional priista aprobaron la enmienda que, al decir de César Camacho Quiroz, dirigente nacional, restablece la sana cercanía que le permitirá al partido apoyar al primer mandatario en las grandes decisiones nacionales, como elevar el Impuesto al Valor Agregado y extenderlo a los alimentos y medicinas, o abrir la estructura de Pemex a la inversión privada nacional y extranjera. Y Humberto Roque Villanueva, zedillista ex presidente del PRI, de plano declaró que el partido trabajará con y bajo la conducción de Peña Nieto.
Se trata, sin duda, de formalizar de manera inédita una de las atribuciones (llamadas por Jorge Carpizo metaconstitucionales) que los presidentes priistas siempre tuvieron y ejercieron: la de decidir en última instancia sobre las candidaturas de su partido y aun la de determinar (lo que no pudieron hacer, por cierto, ninguno de los dos presidentes panistas) el candidato de su partido a la Presidencia de la República. Como es imposible pensar que una reforma así haya sido impulsada a espaldas del mismo Peña Nieto, es necesario pensar que es él quien busca tomar todos los hilos de control de su partido y consolidarse no sólo como el dirigente de hecho que los gobernantes priistas siempre fueron, sino uno reconocido y sustentado en el derecho interno de la agrupación política.
Y la cereza del pastel es la reforma constitucional para virtualmente eliminar el fuero constitucional a diputados, senadores, ministros de la SCJN, magistrados de los tribunales y consejeros electorales, pero no al presidente de la República, al eliminar la figura del juicio de procedencia establecido en el artículo 111 de la Constitución como requisito previo al enjuiciamiento penal. Ahora, los legisladores y funcionarios podrían ser juzgados penalmente sin previo dictamen de procedencia de la Cámara de Diputados, la cual levantaría la inmunidad al procesado después de ser declarado culpable. Ciertamente, éste continuaría en funciones mientras no se lo sentencie, pero ya el juicio penal, aun si al final se lo encuentra inocente, puede convertirse en una amenaza, una distracción y un entorpecimiento de sus funciones. Para fundamentar la excepción hecha al presidente, la diputada priista Paulina del Moral argumentó que la Presidencia representa la unidad nacional, la protección del interés supremo del país y no puede ser vulnerada por procedimientos judiciales dolosos o frívolos, como dando a entender que todos los demás sí pueden estar sujetos a este tipo de procesos, y contradiciendo la resonante declaración del mismo Peña Nieto en el sentido de que no hay intocables. La PGR bien podría abrir investigaciones y procesos a los legisladores incómodos, aun a sabiendas de que resultarán declarados infundados, simplemente por distraerlos de sus tareas o mantenerlos bajo amenaza.
La reforma estatutaria del PRI aún debe pasar a revisión del Consejo General del IFE, donde se puede generar, al igual que en los medios de comunicación y en las redes sociales, una corriente crítica a una modificación que podría llevar a ese partido de lo metaconstitucional a lo inconstitucional; y la cuestión del fuero y la inmunidad aprobada en la Cámara este martes 5, aún debe regresar al Senado para su aprobación definitiva, así como a las legislaturas estatales, por tratarse de una reforma constitucional. Ciertamente, ya no estamos en la época de Luis Echeverría o José López Portillo. La sociedad cuenta con más recursos para defenderse de los intentos de reinstalación de una Presidencia omnipotente o, peor aún, autoritaria, y estamos a tiempo de impedir que el retorno del PRI a Los Pinos se traduzca en una involución de varias décadas.
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