
El holgado triunfo de Dilma Rousseff en la elección presidencial brasileña del 31 de octubre (56 por ciento de los votos contra 44 de su oponente José Serra) llama a la reflexión y los comentarios por sus tantas aristas novedosas. Porque Rousseff es la primera mujer que es electa a encabezar un gobierno en el país; por su pasado izquierdista radical y guerrillero durante la larga noche de la dictadura (1964-1985); porque una mujer declaradamente atea y que ha tenido en contra, sin excepción, a todos los grandes medios, ha obtenido el respaldo mayoritario en la nación católica más grande el mundo; porque es la consolidación de un movimiento hacia la izquierda que no sólo involucra al gobernante Partido de los Trabajadores, sino a sus aliados de esa tendencia como el Partido Socialista Brasileño, triunfador por sí mismo en seis de los estados de la Federación, y al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, que gobernará cuatro. Pero todo ello no debe hacer olvidar que el 31 de octubre es la coronación de la larga trayectoria política del presidente saliente, Luiz Inazio Lula da Silva.
Da Silva, que deja el cargo con un insólito y para tantos envidiable 90 por ciento de aprobación, hubiera podido, teniendo también el control del Congreso, buscar una segunda reelección, como muchos se lo aconsejaban. Se negó rotundamente a ello y a cualquier modificación constitucional ad hoc, y decidió, en cambio, emprender la más digna culminación de su vida política, la de un relevo exento de caudillismo pero que asegurara la continuidad de su exitosa gestión.
Es la de Lula (el hipocorístico que ha usado desde la infancia y que él integró legalmente a su nombre desde 1982) una trayectoria por mucho excepcional. Nacido de una familia campesina en una aldea de Pernambuco, séptimo de ocho hermanos, a los nueve años se trasladó con su madre y sus hermanos a la principal ciudad del país, Sao Paulo, donde mucho antes se había mudado a trabajar su padre, Aristides Inazio da Silva. Desde los doce años empezó a trabajar como lustrabotas y vendedor callejero, y a los catorce entró a trabajar en una siderúrgica. La escuela la había abandonado antes de terminar la primaria; pero en un curso de capacitación se especializó como tornero. Sólo en 1966, a los 21 años, comenzó a interesarse en la política, cuando un hermano mayor fue arrestado y torturado por los militares golpistas. Pero su participación no habría de darse, como la de aquél, en el Partido Comunista, sino en el sindicalismo.
En 1972, Luiz Inazio fue elegido secretario de los metalúrgicos de São Bernardo do Campo y, desde 1975, presidente del sindicato metalúrgico. Desde esa trinchera fue que combatió a la dictadura, encabezando varias huelgas en las que se movilizaron cientos de miles de trabajadores. En 1980 fue arrestado por breve tiempo tras un paro de más de 40 días, y en ese mismo año encabezó, junto con muchos otros dirigentes obreros, intelectuales, artistas y seguidores de la teología de la liberación, el llamamiento para la fundación del Partido de los Trabajadores.
En el difícil proceso brasileño de transición a la democracia -uno de los más prolongados en América Latina-, y mientras el primer presidente civil designado por el Colegio Electoral, Tancredo Neves, moría antes de asumir la presidencia, Lula fue elegido diputado con una votación histórica en Sao Paulo e integró la Legislatura en la que finalmente se modificó la Constitución para permitir la elección directa por voto universal. A partir de ello, todo fue crecer su figura. En 1989, líder ya indiscutible del PT, fue por primera vez candidato presidencial, pero fue vencido por el abanderado empresarial Fernando Collor de Mello, cuya gestión naufragó en medio de escándalos de corrupción e ineficiencia. Lula, nuevamente, fue uno de los líderes de la protesta social contra esta nueva forma de dictadura, apenas maquillada, cuyo triunfo fue lograr la renuncia de Collor. En 1993, ya bajo la Presidencia sustituta de Itamar Franco, Da Silva contendió por segunda vez, pero fue derrotado por el candidato centro-izquierdista de una fuerza también emergente, el Partido Social de la Democracia Brasileña, el prestigiado intelectual y técnico Fernando Henrique Cardoso, combatiente también, desde la intelectualidad contra la dictadura. El PT se ubicaba ya claramente como la fuerza a vencer para la derecha y ésta, sin una fuerte opción propia, se inclinó por el tecnocratismo socialdemócrata de Cardoso. En 1998 Cardoso fue reelegido, pero Lula, candidato por tercera ocasión, continuaba avanzando y mantenía la oposición más consistente y, sobre todo, la más directamente vinculada con las masas populares, los desamparados, los explotados de todo el país.
Fue en su cuarta participación, en 2002, que finalmente Luiz Inazio Lula da Silva alcanzó la Presidencia. Un obrero sin grado académico sucedió así a uno de los más prestigiados académicos del país, quien en sus dos gobiernos se había ido corriendo hacia la derecha y asumiendo crecientemente los postulados del neoliberalismo. El gobierno de Lula no rompió con las bases de la estabilización económica construidas por Cardoso: estabilidad monetaria y financiera, reducción del déficit, atracción de capitales; pero orientó la política económica claramente hacia la satisfacción de las necesidades populares, con agresivos programas de creación de empleos, combate a la pobreza extrema, reforma agraria. En ocho años (Lula fue reelecto en 2006), lega una de las economías más estables del subcontinente y un país con crecimiento económico que ha dejado de ser uno de los más desiguales del planeta, como lo era apenas hace diez años. La reciente crisis financiera mundial sólo produjo una reducción de un punto porcentual en el PIB brasileño (México: una caída de casi ocho puntos), y el coloso sudamericano se proyecta a nivel mundial como una de las potencias emergentes junto con China, la India y Rusia. Su política exterior es por completo independiente de la del imperialismo: promueve activamente en la región la Unión de Naciones Sudamericanas, Unasur, y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, pactada este mismo año en México, como alternativas al fracasado Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) de los Estados Unidos, y a la periclitada OEA, respectivamente.
La más reciente empresa de Lula también ha sido exitosa: en la sucesión presidencial recién concluida, ha consolidado por segunda ocasión la hegemonía social e intelectual de la izquierda y ha concluido un ejercicio democrático en el que hace unos meses casi nadie creía: la abdicación al caudillismo. La estrella del emblema del Partido de los Trabajadores brilla más alto y con más esplendor que nunca.
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