
Este lunes se nos atragantó el desayuno cuando nos amanecimos con el reportaje difundido por El Universal como su nota principal: en Tepito se comercializan, al relativamente módico precio de doce mil dólares (unos 150 mil pesos) las bases de datos que incluyen el padrón electoral de todo el país, el registro de todos los vehículos y de licencias de conducir, listados de usuarios de tarjetas de crédito y de teléfono, etcétera, que supuestamente serían de manejo exclusivo de las autoridades federales. Esa información, detalló la reportera María de la Luz González, está al alcance de quienes puedan pagarla: grandes empresas, policías y, desde luego, bandas del crimen organizado. Nuevas indagatorias muestran que también por la internet es posible adquirir, a menor costo, padrones del IMSS, Inegi, catastros y universidades. La información completa de una persona cualquiera, en suma, accesible pagando por ella.
Es inevitable recordar la pesadilla augurada por George Orwell en su celebérrima novela 1984, inspirada por el régimen estalinista en la URSS que al ser escrito el libro (en 1948), tras de la derrota del nazismo, se extendía también a Europa Oriental: un poder totalitario que a través de la televisión espiaba los movimientos de la población no sólo en los centros de trabajo y lugares públicos sino en sus propios domicilios. El Gran Hermano, hipóstasis de una trinidad constituida por el Estado, el partido y la tecnología, podía conocer en cada momento el decir y el hacer de cada ciudadano para reprimir cualquier posible inconformidad o brote de oposición contra su poder.
Poco a poco, no sólo los regímenes del no del todo desaparecido sistema soviético sino también las sociedades conceptuadas como abiertas -es decir, de capitalismo de libre mercado- se fueron aproximando a la premonición orwelliana. El espionaje y la represión se han integrado aquí y allá a los mecanismos de control político de diversas formas de disidencia y aun de grupos particulares de la sociedad: sindicatos, organizaciones no gubernamentales, migrantes, etcétera.
Lo que el actual episodio aporta como novedad es el hecho de que no sólo el Estado y sus órganos políticos, sino los particulares integrados a un mercado poliédrico donde convergen lo mismo puedan controlar, con el cruzamiento de las bases de datos que el mercado libre coloca al alcance de la mano de casi cualquiera, información suficiente para penetrar en la vida cotidiana de los individuos o de las agrupaciones. En la llamada sociedad del conocimiento, en la que la información se convierte en un activo esencial para la competitividad, la productividad y el posicionamiento en el mercado, pero en la que no hay, al mismo tiempo, controles efectivos sobre la circulación de esa información, no hay sorpresa en que ésta, robada o adquirida, se convierta en mercancía.
Ya era conocido el antecedente de que el padrón electoral había sido comerciado con una empresa transnacional hace un par de años, para fines que se podían suponer meramente comerciales; la alerta no sólo no evitó que el hecho se repitiera sino que ahora, para mayor alarma, sabemos que esa información y muchas otras de carácter confidencial se han integrado a la circulación de mercancías para quien desee adquirirlas y para cualquier fin, empezando por los delictivos.
Frente a este nuevo escándalo que una vez más pone en evidencia la condición fallida del gobierno mexicano -desbordado por fuera y por dentro por la corrupción, la delincuencia y las filtraciones, e incapaz de garantizar la seguridad personal ni la información de los gobernados- la desconfianza y el pánico son las reacciones naturales. El mercado formal, el informal y la delincuencia organizada podrán echar mano para sus propios fines de las bases de datos que supuestamente fueron elaboradas con objetivos muy precisos.
Ahora bien, la acción o inacción del poder público no puede sino buscar la aprobación (legitimación) de los gobernados. La otra cara del Gran Hermano siempre ha sido la manipulación de las masas, particularmente las más empobrecidas, y la propaganda, incluso emitida hasta la saturación, con que se bombardea a la población para convencerla de las bondades y beneficios del régimen político. Recordemos en Orwell la construcción de formas particulares del discurso político en las que no importaba la coherencia con la realidad cotidianamente vivida sino el apabullamiento de la propia realidad o de cualquier opinión sustentada en ésta, a partir del manejo de la tecnología de la comunicación masiva y del engranaje del Estado.
La Comisión de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación ha dado a conocer en días recientes el incremento registrado en el gasto en comunicación social del gobierno federal, que ascendió a la nada modesta suma de ocho mil 779 millones de pesos entre enero de 2008 y marzo de 2010, esto es, más de 325 millones de pesos mensuales que van a dar a las arcas de los medios, particularmente electrónicos, para convencernos de que padecer el gobierno que actualmente nos oprime a los mexicanos es vivir mejor. A mayor abundamiento, la mencionada cifra representa un incremento de 228 por ciento con respecto del sexenio anterior, y sin tomar en cuenta el compromiso gubernamental -en el Plan Nacional de Desarrollo- de optimizar el uso de los tiempos oficiales de los que el Estado dispone.
Quién iba a pensar hace 20 años, cuando la supuesta transición democrática daba sus primeros pasos, que sus resultados vendrían a beneficiar, a la postre, con el debilitamiento político del poder público (es decir, de su capacidad de control sobre los gobernados) a los poderes fácticos de orden económico o delincuencial. El repliegue del Estado benefactor, que era y no ha dejado de ser también un Estado policiaco, ha abierto cauce al avance de otras formas autónomas del poder, sin ampliar por ello los espacios de autonomía para los ciudadanos comunes. Vivimos, pues, en el peor de los mundos posibles, con un Estado que no protege la seguridad ni la intimidad de sus gobernados (98 por ciento de impunidad en delitos) y sí sujetos, en cambio a la doble amenaza de violaciones graves de las garantías individuales tanto por órganos del Estado como por grupos y poderes autónomos de éste o infiltrados en éste. En nuestro caso, Orwell se queda corto, muy corto.
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