
Desde que en 1919, muy poco después del asesinato del Caudillo del Sur, el zapatista Antenor Sala publicó Emiliano Zapata y el problema agrario, sus contemporáneos y sus estudiosos no han dejado de aportar elementos testimoniales, de revisar la documentación existente o reinterpretar para reconstruir los acontecimientos de la prolongada lucha en la que se personificó el espíritu del campesinado morelense. Andrés Molina Henríquez, Baltasar Dromundo, Gildardo Magaña, Jesús Sotelo Inclán, Mario Gill, Antonio Díaz Soto y Gama, Marte R. Gómez, John Womack Jr., Adolfo Gilly, Arturo Warman, Miguel León Portilla, José Luis Martínez y Armando Bartra han aportado datos suficientes para reconstruir e interpretar la personalidad de Emiliano Zapata, su entorno social y político y su tiempo. La congruencia de su pensamiento y su acción, la tozuda permanencia de su lucha a través de una década (1909-1919) y la autenticidad de sus demandas de restitución de tierras, reforma, libertad, justicia y ley han llamado poderosamente la atención de los interesados en la historia del campesinado de dentro y fuera del país.
Que la figura histórica de Emiliano Zapata haya servido también de inspiración a creadores de todas las ramas del arte no ha de sorprender en consecuencia a nadie; pero el tratamiento artístico de la figura de Emiliano Zapata no ha corrido siempre con la mejor suerte. En la pintura, Zapata ha sido tema recurrente para Rivera, Siqueiros, Belkin, Gironella, Orozco, Zalce y tantos otros, desde una perspectiva más bien apologética que en gran medida sirvió para fines e intereses de legitimación del Estado. En el cine, desde 1952 Elia Kazan produjo a partir de una obra de John Steinbeck una peculiar recreación, ¡Viva Zapata!, distante tanto de la historia como de la propia figura del general morelense, pero relevante por la actuación de Marlon Brando; y de los realizadores mexicanos han de contarse obras como las de Felipe Cazals y Antonio Aguilar (1970) que a su propio autor no dejó satisfecho; y la más reciente y desde muchos puntos de vista fallida creación de Alfonso Arau.
En cambio, ha sido menos frecuente el tratamiento literario de Emiliano Zapata. En 1944 Jesús Sotelo Inclán (Raíz y razón de Zapata) abordó al personaje a partir de una idea medular: arrancar al guerrero campesino del falso dilema que por mucho tiempo lo encuadró ya como un bandido, ya como un apóstol, y ubicarlo como un eslabón histórico de la prolongada lucha de Anenecuilco por conservar sus tierras. Unos años más tarde, el novelista estadounidense John Steinbeck daría su propia versión del personaje planteando el quimérico acceso del caudillo al gobierno de la nación (hipótesis que estuvo cerca de concretarse en diciembre de 1914) y por tanto el dilema de una revolución (campesina) triunfante que no sabe cómo ejercer el poder. Esa especulación sirvió de base a la ya mencionada obra cinematográfica de Kazan.
Póstumamente, en 1981, se publicó el guión cinematográfico de José Revueltas Tierra y libertad, posiblemente escrito hacia 1960 y centrado en la primera etapa de la lucha zapatista, la de la revolución maderista, si bien se inicia y termina con el sacrificio del prócer campesino. Zapata aparece interactuando con otros dirigentes campesinos morelenses y aun conversando con Ricardo Flores Magón; y desempeñan un papel central los célebres títulos de Anenecuilco que en 1909 le entregaran los viejos del pueblo.
Guillermo Samperio convirtió al héroe en un personaje asequible para los niños en Emiliano Zapata: un soñador con bigotes (2004). Se esfuerza, al parecer, por hacer comprensible para los niños urbanos de casi un siglo después el mundo campesino morelense y mexicano de inicios del siglo XX.
Más recientemente, en 2006, ha aparecido la novela Zapata, de Pedro Ángel Palou, expresamente situada dentro de la corriente en boga de desacralización y humanización de los personajes de la historia. En esa lógica nos presenta al caudillo campesino no sólo como un derrotado sino como un dirigente que, de principio a fin, es conducido por las circunstancias y las decisiones de otros a su sino como revolucionario y a su trágico encuentro con la muerte. Un Zapata marcado por sucesivos actos de traición, desde los asesinatos de los primeros jefes de la Revolución en Morelos, Pablo Torres Burgos y Gabriel Tepepa, que lo colocan por ser el más valiente a la cabeza de la rebelión campesina, hasta la traición de Jesús Guajardo, aquel 10 de abril de 1919 que lo llevó a su propia muerte, pasando por la traición del gobernador maderista Ambrosio Figueroa, la del mismo Madero a los ideales agraristas expresados en el Plan de San Luis Potosí y la traición de Victoriano Huerta al propio Madero.
Ese encadenamiento de traiciones ubica a un Zapata que sólo deseaba casarse con Josefa Espejo, formar una familia y vivir del cultivo de la tierra -como, de alguna manera lo hará entre 1915 y 1916, al mismo tiempo que en el Norte y el Bajío se libraban las batallas decisivas entre el ejército también campesino de Pancho Villa y las tropas de Carranza y Obregón-. Un Zapata al borde del alcoholismo al que sostiene sin embargo en pie su lealtad a la encomienda que el pueblo de Anenecuilco le ha dado. No en balde la novela de Palau forma parte, junto con las biografías también noveladas de Morelos y Pedro Díaz, de una trilogía a la que el autor bautizó Los sacrificios históricos.
El objetivo de humanizar al personaje bajándolo del pedestal y colocándolo en un nivel más cercano al del resto de la gente parece cumplirse. No es, desde una perspectiva literaria, una tarea difícil. Pero el recurso narrativo no desvanece la validez de los ideales ni la trascendencia de una obra que la mayoría de los mexicanos reconoce 90 años después.
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